Suelta amarras en el río Mayenne, ponte al timón de una barcaza habitable y empieza una dulce itinerancia al ritmo de la naturaleza… Una experiencia mágica, accesible para todos, sin carné de barco, a la que nos entregamos durante un fin de semana.
Cap sur l’aventure !
En cuanto la bruma libera su abrazo con el agua, el puertecito de Chenillé-Changé junto al río Mayenne se despierta tranquilamente. Ahí se ve alguien saliendo fuera de uno de los barcos amarrados, bostezando y desperezándose mientras un grupo de corredores matinales pasa cortando el viento. Nuestro instructor llega puntual. Él nos entregará las normas de pilotaje del barco, que aquí se llaman penichettes. Durante dos días será nuestra casa flotante. La empresa Les Canalous nos alquila la embarcación. También están asentados en las bases de Angers, Daon, Châteauneuf-sur-Sarthe y Le Mans. La flota de barcos tiene diversos formatos para albergar de 2 a 12 personas durante un fin de semana, varios días o una semana. Al abrir la puerta del barco vemos que está todo lo necesario para zarpar: dos camarotes con literas, una minicocina equipada, ducha, sanitarios y hasta calefacción. El aprendizaje del manejo del timón y del cambio de marchas situadas en el puesto de mandos es cuestión de minutos. No se necesita ningún permiso ni ningún carné puesto que el barco no supera los 8k/h. Por fin, largamos amarras y vamos a aprender cómo se pasa una esclusa antes de que nuestro ángel de la guardia salte a la orilla y nos deje en el río…
Una posición fantástica para observar la naturaleza
Y ya estamos navegando, mecidos por el ronroneo del motor. Esta dulce navegación nos desvela rápidamente unos paisajes que se abren al nuevo día y que nos sorprenden por su belleza. Garzas, gaviotas reidoras, pollas de agua y, más raramente, un Martín pescador estiran el cuello. Vamos avanzando y se nos ofrecen majestuosos castillos y suntuosas residencias que se alzan junto al río, que va tiñéndose de tonos verde esmeralda. Los ciclistas de la Vélo Francette, que toman el camino de sirga siguen nuestro itineraio y a veces nos saludan bajo la mirada impasible de los pescadores. Las esclusas que cruzamos van marcando el paso de los pueblos: La Jaille-Yvon, Daon, Ménil… Muy pronto distinguimos la silueta del magnífico hospital de Saint-Julien, que anuncia Château-Gontier. Esta ciudad milenaria, que muchos consideran la más bonita de la provincia, está llena de maravillas que conviene conocer tras amarrar en su puerto.
Caminando por el Château-Gontier
Aquí Christian, el capitán, da la bienvenida a las embarcaciones recreativas, les ayuda con las maniobras, les ofrece recargar los teléfonos e incluso prepara un almuerzo. “Mirad en la nevera si tenéis algo y os lo hago a la plancha. Esto no es exactamente un restaurante, pero como si lo fuera…” Calcula 5,50 € para un pollo con patatas fritas caseras, 2 € para una cerveza… Precios sin competencia. Además al propietario le encanta dar consejos de visitas a los turistas. “Si no tienes tiempo cruza el Vieux Pont, gira a la derecha y camina unos metros por el muelle de Verdun. Llegaréis delante de lo que parece una entrada de una propiedad y, de hecho, mucha gente no se atreve a entrar. En realidad, es la antigua entrada al casco antiguo: desemboca en la calle des Trois Moulins, que debería sorprenderos”. El lugar tiene un magnífico patio secreto, donde destaca una casa medieval. El punto de partida idóneo para dar un paseo por el casco histórico y sus callejuelas adoquinadas, con un alto de reavituallamiento en la panadería para tener desayuno para el día siguiente. Regreso al barco para seguir la escapada.
Los paisajes continúan desfilando y sorprendiéndonos con su belleza y el día empieza a declinar. Decidimos lanzar el ancla para pasar la noche a nivel de la esclusa de Neuville. Bajamos a tierra firme para cenar en el restaurante Le Vieux Moulin, con una terraza junto al río. La especialidad de la casa son crepes y platitos como la fritura de anguilas. Es un regalo muy agradable después de haber navegado durante unos 30 km. Seguirá una noche mágica, con sensación de estar solos en el mundo, en plena naturaleza, entre el follaje y el delicioso sonido del agua.
Camino de regreso…
Al despertar el día siguiente, el rocío se ha pegado a los cristales del barco. Desayunamos panecillos de chocolate en el puente y nos decidimos a abordar el trayecto de vuelta. Deshacer el camino en el sentido contrario nos permite apreciar otra faceta del recorrido. No tenemos la impresión de haber visto ya ese paisaje. Descubrimos los puentes con otra perspectiva, nos acercamos a los molinos que están junto al río y comprobamos que algunos han sido transformados en habitaciones de huéspedes, nos tomamos el tiempo de conversar con las personas que nos cruzamos… Por ejemplo, con Yann, el encargado de la esclusa de la Roche du Maine, que trabaja aquí desde hace varios años después de haber sido geólogo en Madagascar. Su gran proyecto es convertir barcos en barcazas habitables, unas embarcaciones tradicionales llamadas toues cabanées y con las que los turistas pueden pasar bajo todos los puentes y hasta pasar sobre los bancos de arena. “Os daré un consejo: volved para navegar un poco más arriba entre Mayenne y Laval. El paisaje es distinto y parece como si estuvieras en la montaña”. Consejo anotado.
Escalas en pueblecitos antes de llegar a puerto
Continuamos río abajo hacia nuestro punto de salida. La diversidad de los paisajes naturales, que a veces toman aires de bosque canadiense y hasta de manglares, se nos hace más real. En el camino, paramos en Ménil, un pueblecito encantador de mil almas que no habíamos tenido tiempo de visitar a la ida. Es el momento ideal para bajar con las bicis del barco y visitar este pueblecito de piedra ocre, su galería de arte y tomar el transbordador que permite unirse con Coudray, el pueblo de enfrente desde el siglo XIX. Volvemos al barco para ir después a Daon, una ciudad pequeña con mucho encanto, con una iglesia en lo alto, una decena de casas señoriales y una base náutica. Será la última etapa de nuestra escapada antes de llegar a Chenillé-Changé. Al desembarcar, echamos una última mirada a nuestro compañero de viaje. Hemos vuelto a la realidad después de este paréntesis maravilloso durante el que hemos aprendido algo importante: como diría Yann, nuestro amigo el esclusero: “Hay que saber tomarse el tiempo de vivir”.